«¿Y esos pantalones?», me preguntó la empleada de seguridad. Ah, contesté yo, ¿le gustan?, son de Tara, los compré en rebajas. «No, no», se impacientó ella, «quiero decir, ¿qué espera para quitárselos?, ¿no ve la cola que hay?» Por eso mismo, dije, ¿por qué no abreviamos esto?, ¿y si paso y ya está?, ¿tengo yo acaso pinta de ser peligroso? «Recibimos instrucciones», resopló ella, «y nos limitamos a cumplirlas. Lo siento, caballero. Pantalones».
Me quité mis pantalones nuevos de Tara y los introduje en el cesto de plástico junto a mis zapatos, mi chaqueta de ante, mi gorra marinera, mi bufanda de hilo, mi reloj de pulsera, mi alianza de matrimonio y mi cinturón. Por un momento tuve la sensación de estar a punto de hacer la colada. «Deprisa, por favor», insistió incómoda la guardia, y noté que desviaba educadamente la vista de mis gayumbos de lunares. Obedecí, me aclaré la garganta, respiré hondo y volví a cruzar el detector. Inexplicablemente, el maldito aparato volvió a pitar a todo volumen. «Vamos a ver», dijo un compañero de la guardia acercándose hasta nosotros con esa firmeza sarcástica que tienen ciertos hombres corpulentos, «vamos a ver», dijo mirándome de pies a cabeza y dejándome claro que yo le parecía un alfeñique inoportuno, un escuálido accidente en mitad de su mañana ordenada y fornida, «vamos a ver, señor, ¿está usted seguro de que no lleva marcapasos o algún tipo de prótesis metálica?» ¡Pues la verdad, empiezo a dudarlo!, respondí yo, que jamás en la vida he entrado a un quirófano, ni siquiera de visita.
La fila de pasajeros no dejaba de aumentar y revolverse a mis espaldas. Por los altavoces anunciaban decenas de puertas, destinos, horarios, y todos parecían delatarme a mí. Yo estaba en calzoncillos, camiseta interior blanca y calcetines de hilo, esperando a recibir las siguientes órdenes. Pero, agotadas las órdenes, los guardias ya no hacían otra cosa que mirarse entre sí. «¿Qué hacemos?», dijo el guardia culturista. «No sé», dudó su compañera con un deje de rubor, «¿tú le has cacheado?» El guardia entrecerró los ojos y juntó las piernas, como haciendo un esfuerzo para extraer un gramo de inteligencia de entre las frondosidades de sus cuádriceps y adductores: «¿Te refieres a… cachearlo ahí?» «Es lo único que nos falta por hacer», se encogió de hombros ella. El guardia enorme se cuadró entero, como un legionario ante un misión difícil. Se giró ágilmente, dio dos pasos hacia mí y pronunció un varonil «Usted perdone». Justo después sentí un dolor intenso, súbito en mis partes nobles, que (a juzgar por el modo en que el guardia las retorcía, doblaba y separaba), dejaron de ser tales para convertirse en mis partes dobles. «Aquí no hay nada de nada», sentenció él, volviéndose hacia su compañera. Yo me sentí ofendidísimo.
Pocos minutos después, el tumulto a mis espaldas era ya escandaloso. Algunos protestaban a voz en cuello. Otros me miraban y hacían comentarios soeces. Los padres les tapaban los ojos a las niñas. Algunos extranjeros me sacaban fotos con el móvil. Una señora mayor exclamó: «¡Pues tampoco está tan mal!, ¡si viera usted a mi marido!» Los guardias acababan de despojarme de la totalidad de mis prendas interiores, y el infalible detector de los mil demonios acababa de pitar por séptima vez consecutiva. Los guardias, que se habían reunido en corro, se separaron de repente con la expresión de haber tomado alguna decisión drástica. Por un momento temí que hubieran resuelto arrestarme o deportarme no sé adónde. Cuando la empleada de seguridad regresó muy seria y me susurró al oído: «el alma también», al principio creí no haberla escuchado bien. «¿El qué?», balbuceé desnudo.
Andrés Neuman, España.
1977
Escritor.